19:08 de la tarde
del pasado domingo en el Ramón de Carranza de Cádiz,
Susaeta bota un córner desde la banda izquierda y David
Fernández, más atento que su marcador, empuja de cabeza
al fondo de la red el tanto que, a la postre, le daba al
Real Oviedo el ansiado ascenso a Segunda División. Ese
gol no suponía solamente un cambio de categoría, era el
punto y final de un ciclo que llevaba durando más de una
década. Un paréntesis en la historia de un club que se
abrió el 17 de junio de 2001, un día en el que el
titular de las portadas que se elaboraron esa noche era
el mismo que ahora: “El Oviedo a Segunda”. Pero el
significado era bien distinto. Empezaba un descenso en
picado para el Real Oviedo que le llevaría al pozo del
fútbol español.
Los de mi generación, 1989, crecimos viendo al Oviedo en
Primera y cuando se confirmó ese injusto descenso en
Mallorca seguro que la mayoría creíamos que pronto
escamparía, siguiendo las palabras con las que Luis
Aragonés consoló a Boris una vez certificado el
descenso. Por desgracia, sobre Oviedo cayó, siguiendo el
símil, el diluvio probablemente más fuerte que se ha
conocido en la historia del fútbol español. En tres
años, el club azul pasó de ganar en el Nou Camp a
batallar en los campos de barro de Tercera, como bien
ilustra esa famosa imagen de Rafa Ponzo en el campo de
arena -más bien de barro- de El Berrón en la temporada
2004/2005.
Esa foto ejemplificó, mejor que ninguna otra, una caída
a los infiernos que, lejos de ser puntual, se prolongó
durante años. El no ascenso ante el Arteixo ese mismo
año demostró que la suerte no estaba de nuestro lado,
aunque la canción de Babylon Chat dijera que el cielo
jugaba de nuestra parte, tardaría mucho en escampar.
Pero todo lo vivido ese año, y en los posteriores,
sirvió para reflotar y endurecer el verdadero
sentimiento por los colores azules, acercando de nuevo
al Real Oviedo -institución y jugadores- a sus
aficionados. Reconstruyendo un binomio que, una vez se
librara de los barrotes de la jaula, sería imparable.
Gracias a la caída al inframundo del fútbol pudimos
conocer a grandes jugadores que jamás ocuparon portadas
de los periódicos nacionales pero que fueron capaces de
reflejar en el terreno de juego el sentimiento que hoy
anida en los corazones de aficionados de más de 100
países. El ya mencionado Rafa Ponzo, los Luismi,
Aldeondo, Yeray o Dario Aliaga -por citar algunos-
fueron los primeros que, viniendo desde fuera, supieron
enarbolar ese espíritu, el de 2003, que hoy podemos
recordar con orgullo. Dirigidos por un gran patrón de
barco llamado Antonio Rivas que antepuso su oviedismo a
las dificultades que se le planteaban al igual que “el
presi” Don Manuel Lafuente y tantos otros que les
acompañaron en la odisea cuando el Real Oviedo era más
un sentimiento que un club.
Todos ellos lucharon por sacar a flote un barco que, sin
motor, se movía únicamente por el viento generado por su
afición sobre sus deterioradas velas. Y pese al impulso
de esta, el movimiento era lento y más cuando los
fantasmas del pasado volvían para torpedear la
embarcación. El oviedismo, cuando apenas se estaba
empezando a recuperar lentamente del duro golpe sufrido,
tuvo que resistir los años de gestión de José Ángel
García, Alberto González y de la gente que les rodeó. A
pesar de ello, el sentimiento seguía calando en otros
héroes que intentaron con todas sus fuerzas, aunque sin
éxito, acercar el barco a su meta. Los Aulestia, Nano,
Juanma o Xavi Moré -nuevamente por citar a algunos-
recogieron el legado de luchar por unos colores que
otros jugadores les habían dejado anteriormente.
Y en este papel de mantener vivo el legado en el terreno
de juego fue fundamental un eje, Diego Cervero, que ha
portado desde El Requexón al césped del Tartiere,
pasando por las gradas de este cuando no tuvo ocasión de
vestir la camiseta azul, la antorcha encendida con el
fuego de la esperanza por regresar algún día a la élite
del fútbol profesional. Una antorcha también llevada por
otros jugadores que vivieron el oviedismo desde la cuna,
como Kily, Michu, Jandro, Mario Prieto, Pelayo o Nacho
López. Es más fácil trasladar al campo de batalla el
sentimiento azul si sobre el terreno de juego hay
jugadores que sienten desde pequeños lo mismo que siente
la grada.
En el largo peregrinaje por el pozo vivido en estos
años, todos ellos fueron los protagonistas de
experiencias mayoritariamente traumáticas que, lejos de
desanimar, contribuyeron a aumentar la fuerza de la
afición. La incertidumbre sobre si el equipo saldría o
no a competir en 2003 y en qué condiciones, la creación
del Oviedo ACF unido al olvido de las instituciones, el
ya mencionado “arteixazo” que años después se quedó en
nada cuando tuvo lugar el “Caravacazo”, la muerte de
Armando Barbón, los incidentes en Langreo, el 1-4 ante
el Sporting B, etc...Todo ello incrementó la furia de
una afición que vuelve a la LFP más fuerte de lo que la
dejó hace 12 años cuando inició un paréntesis
revitalizante en su historia. Como así lo demuestran los
últimos dos años de locura vivida, en los que la familia
azul aumentó considerablemente. Ahora sí, ya podemos
decir que al Real Oviedo el veneno sirvió para curarle.